AGUA
Hace ya un tiempo que en este blog se intenta, al escribir sobre temas candentes de los problemas de la sociedad, ofrecer, después de una critica, alternativas a ellos.
Pienso que destruir o, mejor, deconstruir sin posibilidad de reconstrucción es de necios.
Puntualmente, en mi otro blog, más literario y menos estudioso, introduzco opiniones sobre los problemas que atañen a la sociedad, pero sin profundizar demasiado en sus orígenes y posibles soluciones.
En este blog me cuesta mucho hablar sobre la problemática económica ya que apenas existen márgenes para su solución.
La economía creo que siempre se ha basado en la lógica de la cuenta de la vieja: tanto ganas, tanto gastas. Dicha cuenta se puede más o menos globalizar, hacer que un sector que gana menos gaste más a costa de otro más productivo.
Hoy vemos como el problema más acuciante de nuestra pequeña sociedad es el de la solidaridad de una comunidad a otra, y su ejemplo es el agua.
Una comunidad está a punto de padecer sed, se supone, a causa de una serie continua de años muy secos. Y otras comunidades, azuzadas por terceros cuyos intereses políticos pasan por resquebrajar el buen entendimiento, se niegan a entregar su agua sobrante.
Los barceloneses han demostrado que son capaces de ahorrar consumiendo 100 litros por habitante y día sin necesidad de reducir la presión ni el tiempo. El consumo más pequeño de toda Europa.
¿Quién será el listo que diga a esos ciudadanos que deberán padecer restricciones de agua potable cuando a pocos kilómetros se echa al mar?
¿Los regantes de Tarragona? ¿Los de Aragón?
El agua que piden no es para seguir construyendo urbanizaciones en terrenos secos como pedían valencianos y murcianos, sino para beber.
Los regantes de Tarragona olvidan que son financiados solidariamente por el superávit de los ciudadanos de la gran urbe, de los cinco millones de ciudadanos del área barcelonesa. Tal vez ahora es el momento de utilizar la cuenta de la vieja, retirar esos fondos y que cada uno gaste por lo que produce; eso en cuanto a los que se destinan a fomentar el equilibrio territorial, otra cosa son los que van a parar a las arcas del estado como fondo de solidaridad interestatal. Va siendo hora que los catalanes sepan a quienes van dirigidos esos fondos; si son para los que después les niegan el agua para ducharse, cocinar o lavar la ropa.
Nadie reconoce que Barcelona y Valencia pasan sed por el cambio climático. Todos sabían que el calentamiento del planeta incidiría más gravemente en esta parte de la cuenca mediterránea. Las tempestades que antes se formaban en el golfo de León están desapareciendo paulatinamente. Ahora, en las cuencas de los ríos Ter, Llobregat, Júcar y Segura solo llegan los restos de las borrascas atlánticas y, muy puntualmente, alguna que otra mediterránea, más en el litoral que en las montañas. Es natural que Barcelona y Valencia pasen sed -Valencia ya tiene su trasvase- y para su subsistencia deberán depender de grandes trasvases de las otras cuencas o de las desaladoras.
Está demostrado que los trasvases son contraproducentes y pasan factura a la naturaleza y a la comunidad emisora. Entonces solo quedan las desaladoras con sus problemas medioambientales: miles de toneladas de sal que para devolver al mar, su medio natural, debería hacerse en grandes buques repartiéndola más allá de la plataforma continental, allí donde el atún, el tiburón, la ballena, el delfín, la tortuga, etc. son los reyes... un desastre.
Las cuencas deberían servir para autoabastecer sus propias comunidades. Solo puntualmente, como el caso actual, una cuenca debería ayudar a otra salir de un mal trance; y para ello nada mejor que conectarlas con tuberías de corto recorrido. La del Segre, de tan solo cuatro kilómetros, era una buena solución y podría servir tanto de ida como de vuelta dependiendo la necesidad. Pero claro, cuatro kilómetros de tubería no son ciento cincuenta; cuestan poco y los contratistas no pueden repartir tantas comisiones. Ahora veremos a CIU negociar su aprobación mercadeando las suyas con el agua. También cabe la posibilidad de transportarla en barco. Cuesta ciento veinte millones, sesenta menos que la tubería; pero con las navieras no hay acuerdos de comisiones, no tienen los contactos, y los gobiernos no suelen utilizarlas.
Ahora, la crisis del agua ha servido para descubrir, una vez más, –la primera vez fue con motivo de las olimpiadas- el civismo de la sociedad barcelonesa, el gran ahorro conseguido, y para aprovechar la gran cantidad de agua freática que hay en su subsuelo; aprovechamiento que debería extenderse por todo el Baix Llobregat y el Maresme, comarca rica en aguas profundas. Si se hiciera de manera intensiva, seguramente se podría abandonar parcialmente el abastecimiento del Ter y recuperar ecológicamente su cuenca. Eso sería lo natural junto al freno de la expansión humana en las cuencas del Llobregat y del Besos.
El problema de los tubos es que una vez instalados nadie se olvida de su existencia, y es más fácil echar mano de ellos que buscar soluciones en caso de crisis. Pero hay tres plantas desaladoras en construcción, una de ellas se inaugurará dentro de seis meses.
Entonces... ¿qué necesidad hay del tubo? Ninguna. Solo encrespar los ánimos y gastar ciento ochenta millones.
El calentamiento global es un hecho contrastado científicamente. No tiene vuelta de hoja y su regresión es imparable, por lo menos en más de cien años; en todo caso lo máximo que hoy podemos aspirar es frenar su progresión. En cincuenta años, muchos de nuestros hijos y nietos, los que viven en la cuenca mediterránea, deberán emigrar o pasar sed, de eso no hay duda. Dentro de doscientos años, en caso de que encontremos en veinte una solución, sus descendientes podrán volver a ella. El problema es que dentro de veinte el mundo tendrá otros problemas en los que pensar, sobre todo el nuestro: enfermedades desconocidas y carestía salvaje de los alimentos, falta de materias primas y guerras por su posesión. Lo que ahora ya vemos que sucede lejos de nuestras fronteras.
Demasiado tiempo de dogmatismo e hipocresía, de despilfarro y buena mala vida, de ceguera y negación de la realidad.
Cuando se construye un puente, nadie discute el estudio de resistencias al ingeniero; tampoco la prescripción de un médico basada en analíticas y radiografías. Pero hemos discutido y polemizado sobre los dictámenes del 90% de los ambientalistas, biólogos y meteorólogos del mundo sostenidos por experimentos en la Antártida, Groenlandia y la estratosfera.
Dentro de mil años nos considerarán unos estúpidos, eso si queda alguien para contarlo.