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UN GATO EN EL BALCÓN

TRANSIGENCIA

 

    ¿Es hacer proselitismo de una religión llevar un pañuelo cubriendo el cabello? Y de no ser así, ¿qué es religión?

    ¿No se ha convertido en religión enseñar la pantorrilla o el ombligo? ¿Llevar rastas, cresta o un crucifijo?
    ¿Es pecado cubrirse la cabeza? ¿Antisocial? ¿Peligroso, tal vez?
    ¿Puede ofender a alguno de mente sana el hecho de ver una niña con pañuelo? Y si es así, ¿a quién?

     Nos preguntamos si se debe prohibir, reprimir algo tan personal en un mundo que se considera tolerante y respetuoso para con los demás.
    ¿Es humano obligar a un niño, al que en su casa sus más próximos y primigenios educadores le han enseñado que es pecado, que si lo hace irá al infierno, comer cerdo?
    Dicen que sí, que de no ser así atentamos contra... ¿contra qué? Contra la libertad y los principios que cínicamente decimos defender, ocultando tras ellos el temor a cierta religión que, si no fuera por la laicidad de nuestra sociedad ganada a costa de sangre a raudales, sería menos intolerante que la cristiana.

    No es bueno prohibir, castigar, no dar de comer o reprimir por insano, inhumano y degradante; eso sin contar que las prohibiciones provocan el efecto contrario al deseado. Nuestra sociedad debe conseguir sus objetivos a través de la educación y la inmersión cultural.
    Y el problema, como siempre, es social; no el pañuelito en la cabeza u obligar o no a comer cerdo en la escuela. El conflicto es y será por desigualdad de oportunidades, por el hecho que un hombre tenga más posibilidades de sobrevivir como ciudadano de primera si es de procedencia europea.

    En la crisis que se avecina, no la global, -que de esa podemos hablar más adelante- el paro recaerá mayoritariamente en los ciudadanos de procedencia africana, y, con él, el hambre y miseria. En las familias numerosas los jóvenes dejarán los estudios, al entrar en paro el cabeza de familia, para buscar infructuosamente un trabajo, o, de no encontrarlo, algo en lo que pasar el tiempo de manera productiva aunque sea delinquiendo.
    Inevitablemente la ultraderecha se crecerá. Infinidad de descerebrados desocupados, blanquitos como la leche y con genética impecable, culparán de su desgracia a los nuevos ciudadanos de tez algo oscura, no tan nuevos muchos de ellos.
    Saldrá un iluminado con heridas de guerra, según él, producidas en algún atentado islamista, y creará su propio partido o corriente política, exacerbando aun más al partido ultranacionalista español. Ya no sólo será la bandera la excusa, también lo serán las costumbres, el orden y la salud de la casta.
    Si la crisis es pasajera y no enlaza con la global que se nos viene encima, entonces puede ser beneficiosa para la convivencia.

    Hoy vemos como día a día son más las mujeres magrebís que buscan y encuentran trabajo, que cogen los transportes públicos a primera hora de la mañana. Y son esas las que, como siempre, cambiarán a sus familias al percibir el mundo real, el de su entorno, el laico.
    La necesidad de mantener la supervivencia de la familia, de conseguir el mejor futuro para sus hijos, hace que la mujer entre en contacto con la sociedad.
    El mercado, el parque en el que pasean a los niños, las fiestas y eventos escolares consiguen que se introduzca y cambie impresiones con el resto de mujeres. Luego, al llegar a casa, son las que aconsejan a sus hijos y los encauzan y vigilan, las que esconden los primeros escarceos de las hijas...

    Y gracias a la educación y a una sociedad permisiva y tolerante, la historia se repite.



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